TERREMOTO EN LA RIOJA (27/10/1894)

El  27 de octubre de 1894, a las cuatro y media de la tarde, un tremendo sacudón destruyó la ciudad de La Rioja. En menos de medio minuto, la ciudad fundada por JUAN RAMÍREZ DE VELASCO quedó convertida en escombros.

La Casa de Gobierno, las instalaciones de los colegios normales de varones y niñas, todas las iglesias menos la de Santo Domingo (construida en 1623), casi todas las casas de familia fueron afectadas por el temblor.

Esa noche, la población entera, incluso el gobernador, debió pernoctar en la plaza. La hora en que ocurrió el sismo había evitado que produjera muchas víctimas, pero la fisonomía tradicional de La Rioja quedó totalmente borrada: se desplomaron las casonas del siglo XVII, con las fechas de su edificación marcadas a fuego en los dinteles de algarrobo.

Después de los primeros y precarios trabajos de re­construcción se pensó en el planeamiento de la nueva ciu­dad. Funcionarios nacionales enviados especialmente para asesorar al gobierno local aconsejaron mudar el empla­zamiento, tal como ocurriera en Mendoza en 1862.

Pero los riojanos no quisieron moverse de sus viejos solares. Lenta y trabajosamente se levantaron de nuevo los frentes de las viviendas y los edificios públicos.

La obra de la iglesia de San Nicolás debió abandonarse (todavía hoy exhibe los muñones de sus columnas). El resto de la traza urbana fue calcada sobre los repartos de solares que hiciera el fundador en 1591.

La transformación urbana
Es por eso que La Rioja no tiene un estilo urbano definido. No hay a la vista testimonios arquitectónicos auténticamente coloniales. Ellos deben buscarse en el interior de los conventos o en los patios de algunas viejas casas, pues la antigua fisonomía de la ciudad,  persistió sólo en el trazado de las viviendas, con sus fondos cubiertos de naranjos, viñas y olivos; en las gruesas paredes de adobe de las medianeras, en las acequias, hoy borradas por el asfalto,  que bordeaban las calles.

Hacia fines del siglo XIX,  La Rioja presentaba el aspecto que diez años más tarde describiría MANUEL GÁLVEZ en su novela “La maestra normal”. Una ciudad quieta, pobre, dominada y silenciosa.

Con largos muros ciegos por calles, cuyo mayor encanto residía en el perfume de azahares que la embalsamaba. Y una sociedad ensimismada aunque hospi­talaria, de costumbres patriarcales, cuyos dirigentes, osten­tando apellidos que figuraban desde la época colonial, se intercambiaban el poder como cosa propia.

Una provincia, en fin, que languidecía en su medianía, recordando los años terribles de la montonera y las expediciones nacionales, y acariciaba el sueño de una mágica transformación mediante el oro del Famatina o un milagro de agua que convirtiera los secos desiertos en vergeles (ver La ciudad de La Rioja. Su origen).

 

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