SEMANA SANTA EN BUENOS AIRES (SIGLO XIX)

Semana Santa, en el Buenos Aires y en todas las provincias argentinas de antaño, más que una fiesta, era una invitación al recogimiento y a la oración, respetada severamente por toda la población, que recién en el «Sábado de Gloria», explotaba con toda alegría.

Como si una mariposa de alas negras se posara en todas partes, poniendo un toque de tristeza en cada reunión. Como si una noche sin luna se instalara a vivir en cada esquina, las ciudades, pueblos y la campaña argentina, estaban de luto.

Hasta las bandas de música, siempre tan alegres, tocaban los himnos más tristes y solemnes. Las banderas de los barcos del puerto no flameaban sino que permanecían cabizbajas, a media asta. Las radios cambiaban sus ritmos y Bach, Mozart y Chopín se adueñaban del aire. Cerraban los cines, bares  y restoranes  y se suspendían bailes y retretas.

Es que era Semana Santa y el recuerdo del Gólgota apretaba el corazón de los argentinos. La gente se desplazaba lentamente por las calles, todos vestidos de oscuro; las mujeres con mantillas cubriendo sus cabezas y mangas postizas para ocultar sus brazos desnudos. Todos sumidos en un silencio recogido, casi misterioso. Sólo se oía, frente a las iglesias, el rumor parejo de las oraciones.

El Jueves Santo, los fieles debían visitar siete iglesias, en recordación de la búsqueda que los romanos, en tiempos del emperador Augusto, emprendieron para hallar a Jesús para llevarlo ante la presencia de Poncio Pilatos. La más absoluta penumbra sólo interrumpida por alguna que otra vela, un fuerte olor a incienso y todas las figuras y ornamentos tapados con un género violeta, aguardaban a los orantes.

Un entrar y salir de multitud de fieles, poblaba las calles de gente que casi no levantaba su vista, dirigiendo sus pasos hacia la próxima iglesia o deteniéndose fugazmente ante algún altar callejero improvisado, para rezar un rosario.

El viernes, día de ayuno, estricta y rigurosamente respetado,  era el turno de “las estaciones” y nuevamente las Iglesias se colmaban de fieles, que frente a cada tablilla recordatoria del calvario de Jesús, rezaban sus “padrenuestro”, sus “avemarías” y sus “glorias”, casi sin alzar la visa, sumidos en un verdadero dolor por la muerte del “salvador”

Pero al fin llegaba el “sábado de gloria” y el dolor de esos días desaparecía. Estallaba la alegría y las Iglesias volvían a llenarse de fieles. Ángeles, santos, santas y ornamentos lucían esplendorosos nuevamente, liberados de sus cubiertas y las campanas repicaban sin cesar, lanzando a los cuatro vientos, la alegría por la resurrección. La “Misa de Gloria” convocaba a multitudes que llevaban en su rostro una sonrisa y en sus corazones un voto de fe.

A mediodía, “el cordero de Pascua” era un rito insoslayable en la mesa familiar. Todos reunidos alrededor de esa pata de cordero hecha al horno con papas, batatas y otras verduras, simbolizaba la presencia de Jesús redivivo para gloria de la fe cristiana.

Finalmente, con la llegada de la noche, los festejos Pascuales, estallaban  en la algarabía de la “quema de Judas”. En cada pueblo, ciudad, o “rancho” en el campo,  la gente fabricaba con maderas y trapos, un muñeco grande y muy feo. Lo rellenaba con cohetes  y lo rociaban con algún combustible.

Reunidos todos alrededor del muñeco que pretendía representar a Judas, “el que vendió a Jesús”, entre aplausos y vítores, alguien acercaba un fósforo y ¡A quemarlo a Judas”. Grandes llamaradas inundaban la noche y de pronto, los cohetes explotaban lanzando mil chispas al aire entre las expresiones de júbilo de los presentes, que festejaban alborozados el “ajusticiamiento del traidor y la alegría de la Resurrección (ver Recuerdos, usos y costumbres de antaño).

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *