LAS RUINAS JESUÍTICAS DE SAN IGNACIO (1607)

«Se habló de grandes tesoros almacenados en nuestras reducciones. Lo cierto era que solo el trabajo, la sobriedad y la participación de los nativos habíannos permitido subsistir.» Quien así lo testimonia es el padre FLORIAN BAUCKE (o PAUCKE), un jesuita procedente de Silesia, que en 1748 llegó a América para integrarse a la fundación de las misiones jesuíticas.

Oscar Padron Fabre, autor de "Misiones Jesuíticas, la palabra de los  protagonistas" - Radiomundo En Perspectiva

Dos siglos y medio después, otro sacerdote del mismo origen, el padre JO MARX, radicado en San Ignacio, en la provincia argentina de Misiones, procura reconstruir aquella remota epopeya.

”Existían artesanos de todas las especializaciones —dice—: oficinas de plateros, maestros que trabajaban el vaciado y ejecutaban labores de primor. Muchos indios eran diestros en cerrajería, herrería, fabricación  de armas de toda clase; fundían cañones de artillería, pedreros y toda clase de instrumentos de hierro, acero, bronce, estaño y cobre, que necesitaban para la guerra”.

Pero esos preparativos para la defensa, a los que eran obligados por los españoles para utilizarlos en la conquista,  no les hacían olvidar otras artes. En los talleres en que trabaja­ban los indios, dirigidos por los maestros jesuitas, había grabadores, impresores, fundidores de campanas, fabricantes de instrumentos musicales y también estatuarios, pintores, decoradores.

Basta recorrer las ruinas de San Ignacio, indiscutible polo de atracción turística para todos quienes llegan a Misiones, para encontrarse con la deslumbrante visión que proponen las piedras rojizas.

Las columnas y los capi­tales del frente, vigilados por ángeles de raro encanto, testimonian el lenguaje estético de los indígenas, vibrante de libertad expresiva, que osciló entre dos criterios: las directivas de los maestros jesuitas llegados de Europa y la exuberancia que les imponía la propia fuerza de la selva que les servía de marco.

De la fusión de esas dos corrientes,  nació el arte singular que todavía puede apreciarse en San Ignacio, donde se superponen motivos heráldicos, ángeles, volutas, arabescos.

En pleno centro del pueblo de San Ignacio, a unos cien kilómetros de Posadas, las paredes de asperón rojizo se empecinan en una fastuosa decoración. Las puertas de madera han desaparecido, solo la piedra sobrevivió al tiempo y al abandono.

Pero la huella de los artistas desaparecidos puede observarse en el ornamentado trabajo de columnas, capiteles y cornisas en fulgurante sucesión. También una sirena esculpida en el frontispicio que sonríe misteriosamente, segura de que nadie podrá adivinar nunca el secreto de su presencia en el lugar.

La historia de San Ignacio empieza en realidad en 1607, cuando una real cédula de FELIPE III encomendó a la Compañía de Jesús, creada por San IGNACIO DE LOYOLA, la evangelización de los indígenas sudamericanos para acabar con el inhumano sistema de las «encomiendas».

Los misioneros de la Compañía de Jesús iniciaron así largos, fatigosos itinerarios, hasta integrar treinta pueblos organizados con más de cien mil aborígenes.

San Ignacio era apenas una expresión en la ordenada sucesión de pueblos que se constituían de manera análoga. «Una amplia plaza cuadrada o rectangular en el centro —escribe el padre MARX—..

A un lado, la Iglesia, la casa de los misioneros, el cementerio, la casa de las viudas, las escuelas, los talleres y los depósitos de frutos. A los otros lados y alineadas con toda regularidad, las casas de los indígenas. La casa de los misioneros presentaba la misma configuración, a excepción de una cerca de tacuaras que constituía la clausura religiosa. Las puertas que cerraban la entrada eran, según antiguas crónicas, de madera ricamente talladas. Se sabe que la Iglesia tenía un pùlpito dorado, esculturas, pinturas, y un altar mayor también tallado en madera.

La expulsión de los jesuitas en 1767 constituyó un golpe irreparable y la población indígena de los pueblos originarios  decreció sensiblemente, reduciéndose a menos de un cuarto la cantidad de sus pobladores y lo que fue más dramático para la subsistencia de estos pueblos, también disminuyó llamativamente la producción de alimentos y una merma de 500.000 cabezas en el ganado vacuno.

“San Ignacio Miní”, es la mejor conservada de las misiones jesuíticas de las que estuvieron situadas en el territorio argentino de hoy. Está incluida en la lista del “Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad”,  fijada por la Unesco, junto a  la de “Santa Ana”, “Nuestra Señora de Loreto” y “Santa María la Mayor”, todas pertenecientes a lo que el poeta LEOPOLDO LUGONES, llamó “El imperio jesuítico” (ver Los jesuitas en el Río de la Plata).

Y fue precisamente un fotógrafo que acompañaba al poeta en una de sus excursiones, quien subyugado por el misterio y la belleza de esos lugares, se quedó a vivir en esa selva, en proximidades de “San Ignacio”, donde escribió una serie de cuentos e historias, cuyos protagonistas eran esos mismos lugares, sus habitantes y sus leyendas.

Se llamaba HORACIO QUIROGA y quedan aún vivas sus obras y el modesto museo indígena que formó con mucho esfuerzo y respeto (Diana Castelar).

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