LAS RIÑAS DE GALLOS (1757)

Las riñas de gallos fueron una de las diversiones populares que más aceptación tuvo en todo el territorio de las colonias del Río de la Plata, aunque en forma oficial no existieron hasta finales del siglo XVIII.

Hasta entonces, los reñideros, solo existían en la campaña, en torno a las pulperías y hasta en el patio de alguna casa de campo y era un espectáculo no permitido por las autoridades, que sabían caer de sorpresa, “cuando previamente no se había “arreglado” con el Comisario.

“Junto a las casas de la gente pobre, hay siempre un gallo de riña atado de la pata, lo que demuestra que las riñas  deben ser diversión muy difundida”, escribió en su obra  “Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú”  SAMUEL HAIGH sobre su visita a Buenos Aires.

Es a mediados del siglo XVIII, cuando comienzan a instalarse también en las grandes ciudades, incluída Buenos Aires.  Una de las primeras noticias que tenemos sobre el establecimiento de reñideros de gallos en Buenos Aires, fue el que por el año 1757 estableció un español llamado JOSÉ DE ALVARADO en las inmediaciones de la Plaza de Monserrat.

Al principio, las riñas de gallos seguían siendo un espectáculo clandestino, aunque gozaban de la “protección de las autoridades” (también en aquella época, amigos de mirar al costado por conveniencia).

Sólidamente establecidos con asientos y graderías, en casi todo el perímetro del “reñidero” algunos, como el que instaló el mencionado JUAN JOSÉ DE ALVARADO y otros, más populares, que eran simplemente una “cancha de tierra batida, circundada por un vallado de madera o cañas, instalado en un campo o terreno cualquiera, libre de malezas y estorbos y generalmente rodeado de una pared de un metro de altura.

Los reñideros legales
En 1780, el virrey VÉRTIZ Y SALCEDO, aprobó una solicitud presentada por MANUEL DE BASAVILBASO mediante un Decretó donde decía:

…..»atento a lo que resulta de los precedentes informes, procédase al establecimiento del juego y lidia de gallos a beneficio de la Casa de Niños Expósitos y del público interesado en estas y otras honestas como agradables diversiones, en el patio de la Ranchería ocupada a los Regulares Expulsos; y para que verifique con la debida anticipación pregónese por vía de asiento con el término de dos años», etc..

Al día siguiente “se fijaron en los parajes, públicos acostumbrados» doce carteles impresos señalados para las almonedas y remate, que era como se llamaba a la ronda de apuestas que se concertaban antes de cada combate..

En 1783 un tal MANUEL MELIÁN, en Buenos Aires, arrendó por tres años un local para destinarlo a la lidia de gallos, comprometiéndose a pagar la cantidad de ciento sesenta pesos por cada uno y envió al Cabildo una nota donde expresaba entre otras cosas:

“ …. tratándose de un sitio público donde suele verificarse un crecido concurso de gente por la mayor parte vulgar y propenso por naturaleza de la diversión a tomar y defender el partido a que se inclina, solicita autorización para llamar la tropa (policía) según las circunstancias lo requieran y se designe juez al alguacil mayor para que cuide de la quietud y buen orden y resuelva de plano, las dudas y controversias que se susciten de las riñas y apuestas”.

Le fue concedido lo solicitado, pero al respecto, el Sindico Procurador advirtió en su dictamen que “no faltará político que desapruebe la demasiada frecuencia en estos combates de gallos, por lo que apartan a la juventud de la aplicación a las ciencias y bellas artes…».

En Córdoba, en 1800, un tal TADEO ARCE, “deseando facilitar al público alguna diversión, ha deliberado disponer una casa de reñidero de gallos», bajo la condición de «mandar prohibir en las calles las riñas de gallos».

El teniente gobernador interino NICOLÁS PÉREZ DEL VISO le concedió  el permiso solicitado “en las condiciones que se señalan y prohibiendo las riñas en las calles y otras partes, por lo perjudiciales que son, no habiendo sujeto autorizado que las presida». Seguidamente, el escribano de gobierno FRANCISCO MALBRÁN Y MIÑÓN informa que notifica al interesado, y en la misma fecha se fijan cuatro carteles en los cantones de la Plaza Mayor.

Pero parece que las cosas no anduvieron muy bien en aquel reñidero — lo que no puede extrañar a nadie — , porque en 1801 aparece el vecino BAUTISTA CARRANZA, que se expresa por nota al Cabildo, que «tiene determinado establecer en esta ciudad,  para diversión de los vecinos, un reñidero de gallos.

Aquellos fueron tiempos de apogeo de las riñas de gallos, lo que motivó que se hiciera necesaria su reglamentación oficial. Y fue el jefe de policía don RAFAEL TRELLES quien finalmente,  el 18 de mayo de 1861, decretó el Reglamento Oficial para Riñas de Gallos, que contenía treinta y un artículos al que debían atenerse las reuniones, cómo y donde se podían realizar, cómo hacer apuestas, normas de comportamiento para los asistentes y quién debía presidirlas: “un juez que será el comisario o un vecino caracterizado”, decía.

Reglamentado así su funcionamiento y legalizada la actividad, surgieron numerosos reñideros:  JOSÉ RIVERO  estableció uno en la calle Venezuela 262 (numeración antigua), entre Chacabuco y Piedras y los días de reunión enarbolaba en la puerta una bandera roja con dos gallos pintados.

Don ANTONIO NÚÑEZ estableció otro en la calle Chacabuco y Chile, que después se cerró para unirse al de RIVERO. Por el año 1870 don FÉLIX RISSO puso en actividad un reñidero en su hotel frente a la plaza principal de Quilmes y ya en 1880 existían numerosas casas donde se ofrecían “riñas de gallos” Si en 1876 pagaban una patente de diez mil pesos moneda corriente anuales, elevándose ésta en 1882 a cien mil pesos de la misma moneda, queda  demostrado  el interés creciente que existía por estas reuniones.

Así como los hipódromos cuentan con los productos que les proporcionan los numerosos haras donde se crían los futuros craks  de las pistas,  los reñideros, sin tener la envergadura y los  costos de aquéllos, también tenían sus criadores que preparaban y entrenaban los ejemplares que luego vendían obteniendo grandes ganancias.

Entre los criadores de gallos de diversas épocas figuraron los señores: general ANGEL PACHECO, criador de blancos; general MANUEL HORNOS, naranjos barbuchos; RAMÓN y JUAN PLAZA, giros reales y negros; MANUEL GAZCÓN, colorados patas blancas, colilla blanca; coronel HILARIO LAGOS, cenizos obscuros; CARLOS MARÍA BAZO, colorados y bataraces; comandante DOMINGO REBUCIO, overos negros; BERNABÉ y FÉLIX BARRIOS, overos colorados; JUAN SALVADOR BOUCAU, giros negros; JUAN RUIZ DÍAZ, calcutas negros y colorados, y muchos más cuyos nombres han quedado perdidos de la memoria.

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El entrenamiento.
El gallo, el verdadero protagonista de esta historia, era un bien preciado en muchos hogares de nuestra campaña. “Se le cortaba el “espolón” se lo preparaba para la lucha con un régimen dietético, reglamentado por leyes severas y principios científicos, y así, como con la castidad se intenta hacerlo más digno de los lauros marciales, se procura, con alimentos suculentos, fortificar su fibra muscular, en mengua de la gordura linfática de los flojos”.

Se lo entrenaba vareándolo, manteándolo (A) y trabajándolo en el “voladero” (B) para fortalecerle las patas, lo que también se lograba presionándolo sobre el lomo (C). En sus “golpeos” (lucha de entrenamiento), se le colocaba “la piquera” (D), especie de capucha de cuero que protegía el pico y evitaba que comiera tierra (E) y las “vainillas” (F), mandiles que tapaban los espolones cuando estaban cortados.

“De cuando en cuando se educaba al gladiador en las luchas de la batalla, cubriendo su natural espolón con una funda de cuero para que no pueda herir (G), y era en esas pruebas, cuando se calculaba el real valor del animal y se forjaban sueños más o menos dorados sobre el porvenir.

“He visto a un “gaucho” que durante muchas semanas había empleado los cuidados más solícitos en la educación de sus pupilos, quedar desilusionado de sus más risueñas esperanzas durante uno de estos simulacros y destrozar con rabia y furor, al poltrón que se había retirado ante el débil ataque de una gallina”.

La riña.
Cuando el gallo estaba compuesto, se lo llevaba al reñidero (H), verdadero teatro, que pagaba un derecho al gobierno y en el que se exhibían, escritas sobre una gran tabla, las leyes de la “guerra gallesca”. Medía aproximadamente 3,50 metros de diámetro y 0,60 metros de altura. Generalmente tenía piso de tierra batida, pero en los más caracterizados y concurridos, el piso estaba cubierto con una tela gruesa.

El espectáculo comenzaba cuando llegaba el momento de las apuestas. No había sport y las apuestas eran de viva voz, lo que provocaba un pandemonium por los gritos de aquellos que apostaban a tal “crédito de Olavarría” o este otro, que agitando sus “patacones”, ponía todo lo que tenía a favor de su “tapado”, sabiendo ambos que las apuestas eran de cumplimiento sagrado. “Al valor de los gallos, los más ricos juegan a veces, sumas enormes, mientras los pobres se contentan con llevar su óbolo de unos cuantos reales al tapete sangriento de este juego cruel”

Pero como en el transcurso de la lucha, las condiciones de los gallos variaban, las apuestas podían repetirse y hasta cambiar, según según vayan siendo las probabilidades de los contendientes en el combate.

Había concurrentes que ocupaban las primeras filas que permanecían ajenos a los entusiasmos del ambiente concentrando toda su atención a la lucha de los gallos. No perdían detalle y era así como veían que uno de los contendientes había recibido una puñalada que, en el enardecimiento no sentía, pero que tenía que serle fatal al poco tiempo, y así era como estos observadores hacían sus apuestas con éxito casi siempre seguro.

Antes de cada combate, se pesaban los gallos en libras y onzas, en público y ante el Jurado (I) y se cantaba su peso, que los aficionados anotaban (los contendientes debían ser parejos en peso, pico y espolones). Cada dueño de gallo nombraba su corredor (generalmente era el que lo había entrenado y que era el encargado de poner el gallo en posición de combate y asistirlo durante el mismo). Una vez en el anfiteatro, sólo ellos podían tocar a los animales y a éstos sólo de la cola se lo podía hacer cuando el juez lo ordenaba.

Estando todo listo, cada “corredor” le colocaba los puones, que previamente el Juez había desinfectado, luego de limpiarles bien la cabeza a ambos contendientes y ponía su gallo en el reñidero. A una orden del juez, comenzaba el “careo”. Los gallos así enfrentados, eran retenidos con ambas manos por sus corredores, hasta que a una orden del juez, son lanzados uno contra el otro.

Comenzaba entonces el combate. Las armas eran las espuelas naturales si aún las tenía u otras postizas, atadas con cintas, que podían ser de madera, hueso, latón o plata, ya que estaba absolutamente prohibido concertar riñas con puones de acero, prohibidas por reglamento, porque se las creía venenosas”.

Los gallos furiosamente se atacaban a picotazos, tratando de tomar fuertemente al contrario con el pico, para dar un puazo, saltando con ambas patas hacia adelante dirigidas hacia su rival. Los combates duraban generalmente de cuarenta cincuenta minutos y eran a muerte o hasta que uno de los gallos quedara quieto y sin respuesta ante el ataque de su contrincante, cosa que era lo mismo, porque gallo vencido, quedaba en tan malas condiciones que generalmente era sacrificado, por resultar ahora inútil para su dueño.

El juez, cuando un gallo presentaba ciertas condiciones de inferioridad, perfectamente determinadas por los reglamentos establecían, daba con su campanilla las disposiciones del caso, ordenando, cuando algún gallo quedaba tuerto y no buscaba a su contrario, que el corredor encargado, pasara al ruedo para acercarlo a su rival, para que continuara peleando; pero si no daban pico (es decir no se picoteaban), se ordenaba: “carearlos gallos“, orden que significaba que los corredores debían tomar a sus pupilos con sus dos manos y azuzarlos impulsando uno contra otro repetidas veces.

Si alguno quedaba ciego, el corredor podía peinar a su gallo, lo que debía hacerse con limpieza (J), al decir de los aficionados, para no hacer mal juego. Si los dos gallos estaban ciegos, el juez ordenaba que los rocen y los peinen para que establezcan contacto físico y, aun mal heridos, continuaran dándose picotones y de cuando en cuando alguna puñalada.

Pero si a pesar de esto, ninguno de los gallos se daba por vencido, el juez ordenaba: “Hay que rematar“, para lo cual se colocaba en el centro del anfiteatro un círculo más pequeño, llamado “tambor”(k), en el que apenas cabían los gallos, de clarándose perdedor al que primero dejara de picar. Pero si luego de 10 minutos de combate, aún seguían peleando, suspendía la pelea y se declaraba empate.

La riña podía durar hasta la muerte de uno de los gladiadores, o hasta que uno de ellos cediera el campo y huyera por una pequeña salida que estaba siempre abierta para los cobardes, en una esquina de la arena. También se consideraba derrotado al gallo que, sangrando, bizco y tal vez caído el pico, cantaba llamando en su socorro a las gallinas de su harén.

“Este reclamo supremo a las compañeras de sus placeres, era muy conmovedor para nosotros, los europeos, aunque hace en cambio, desternillarse de risa a los argentinos, que lo consideran como la más segura manifestación de cobardía y por consiguiente, de la más oprobiosa derrota”  (Lo entrecomillado pertenece a un texto de Pablo Mantegazza, publicado en la obra Estampas del pasado” de José Luis Busanich).

Vocabulario
Mantear un gallo. Era tomarlo del pecho, dejándolo caer sobre un catre o algo blando para fortalecerle las patas, lo que también se lograba, haciendo presión sobre el lomo del animal (A)
Voladero. Es una habitación en la que el entrenador, metía el gallo, y con un látigo de trapos, lo obligaba a saltar verticalmente a un cajón. Desde allí lo arrojaba hacia atrás hasta un rincón opuesto, donde una arpillera acolchada amortigua la caída. De esta forma, el gallo trabajaba las alas (B)
El reñidero. Era un armazón de madera forrado con paño rojo y piso acolchado o simplemente de tierra batida. Era redondo con la forma de un cono truncado iinvertido y medía 3,50 metros de diámetro por 0,60 metros de altura (H).
Peinar los gallos. Era una acción a cargo de los corredores, que realizaban cuando habiendo quedado ciego su gallo, para orientarlo y avivarlo, le aplicaba repetidos y suaves golpes con los dedos en la cabeza, como si fuera que lo atacaba el adversario (J)
El tambor. Era muy común que los gallos, en la feroz pelea, se quedaran ciegos. Entonces, eran metidos en el “tambor”, un cajón cilíndrico y acolchado de más o menos un metro de diámetro y 0,60 metros de altura. De esta forma, los animales ciegos se podían encontrar más fácilmente para seguir la lucha (K).
Los corredores. Eran los encargados de poner a punto a los gallos y de asistirlos durante el combate. Eran los únicos que podían tocarlos, “carearlos” y “peinarlos”.
Trabar. Era atar a una estaca una pata del gallo.
El careo. Era tomar a los gallos con ambas manos cubriéndoles las alas, y colocándolos frente a frente, con rápidos movimientos de simulado avance, incitarlos a la pelea.

El reñidero de Rivero.
De los viejos reñideros, el de la calle Venezuela de don JOSÉ RIVERO fue el de más renombre. Se entraba por un zaguán que conducía a un patio en donde los días de riña había un puesto en el que se vendían refrescos. Nada de bebidas alcohólicas.

Al fondo de la casa había un semi-teatro, con su redondel al medio (la “gallera”), rodeado por una empalizada baja de madera dura lustrada-, que los días sin función se cubría con hules blancos y en el centro con esteras de esparto. Este semicírculo tenía dos entradas: una al frente y otra a un costado, por la que se traían los gallos.

Rodeaban la pista plateas numeradas con pintura negra; seguían a ésta palcos y más arriba las gradas o paraíso que ocupaban los concurrentes, según sus precios y sus bolsillos.

A un costado de la entrada interior, en segunda fila, una silla que se destacaba de las demás, era el asiento del juez, quien  desde allí  dominaba la pista con toda claridad y con una campanilla que tenía a mano dirigía las riñas.

Fueron distinguidos personajes de la ciudad los que ocuparon ese lugar a través de los tiempos y se recuerdan por la firmeza y justicia de sus fallos a FERMÍN SANABRIA, EDUARDO ESCOLA, RAMÓN PLAZA, FRANCISCO JIMÉNEZ, CLEMENTINO ZAÑUDO. El encargado del reñidero era un moreno llamado MARCOS.

Algunos de los cuidadores que asistían a estas reuniones fueron los peones PASTOR MÁRQUEZ, COSME DÍAZ VÉLEZ y un tal JUAN PEDRO, que venía con  el general MÁXIMO SANTOS, cuando venía de Montevideo trayendo sus gallos para las riñas. Los corredores más nombrados por su rectitud y honorabilidad y que sólo intervenían en las riñas de importancia fueron los señores MARTÍN BAZOm y  ENRIQUE MARTÍN.

En 1823 desde las páginas de “El Centinela” quisieron proscribir las riñas de gallos,  sin resultado. Luego fueron prohibidas en la capital, por pedido de la Sociedad Protectora de Animales y en la provincia por su legislatura, a iniciativa de don DELFOR DEL VALLE. Finalmente llegó la cordura y mediante la Ley Nacional de Protección de los Animales Nº 2786 (Ley Sarmiento), sancionada el 26 de julio de 1891, se prohíben en todo el territorio de la República las riñas de gallos

Una riña vista por un franés
«Muy pronto atrajo mi atención un espectáculo, ía llegada de grupos de jinetes cabalgando al paso; algunos traían en la cabezada de la montura, colocado sobre un poncho, un gallo de alta talla, cuidado con las más grandes precauciones. Algunas mujeres venían también en su propio caballo o en ancas. Jinetes, damas y gallos se bajaron con el mayor cuidado. Los gallos fueron atados a pequeños postes alrededor de un gran patio. Los gauchos formaron un círculo.

Comenzaron las apuestas y pesaban los gallos con la mano ya que el animal más pesado lleva ventaja sobre su adversario. El asunto se ponía serio antes de llegar a un acuerdo; al fin, después de muchos tratos, se dispuso el teatro. Era una ramada, es decir, un techo de ramas y follaje secos sostenidos por pilares ligados por traviesas horizontales, pero abiertas a todos los vientos.

Me trepé sobre una de esas traviesas, los gauchos se sentaron en sillas formando círculos y teniendo con sus manos un trozo de tela de una sola pieza, color azul oscuro, que daba la vuelta y formaba el redondel donde se librería la batalla. Se nombró un juez, depositándose el dinero en sus manos, se puso igualmente en sus manos cada gallo, examinó si todo era leal, examinó otra vez las patas, olió bajo las alas para asegurarse que no había ninguna superchería y que todo estaba en regla.

Los dos animales fueron colocados en el recinto y se lanzaron uno contra el otro bravamente; las plumas volaban, la sangre corría, la lucha enardecida tuvo sus altibajos hasta que uno de los gallos aflojó y trató de buscar la salida del círculo. El vencedor lanzó su grito de guerra y de triunfo, el silencio observado religiosamente durante la lucha se rompió y la asamblea se levantó ruidosamente; era el primer entreacto» (León Palliére, 1864))

Dos gallos de riña para sellar una amistad, después de una guerra. Terminada la guerra del Paraguay, el general BARTOLOMÉ MITRE mantuvo una buena relación con los miembros de la Junta de Gobierno que sucedió al mariscal SOLANO LÓPEZ, muerto en Cerro Corá, al finalizar la guerra de la Triple Alianza con Paraguay y eso contribuyó a solucionar las numerosas dificultades que se presentaron luego de la contienda.

Fruto de esa buena relación fue el intercambio de atenciones y finezas de todo tipo entre MITRE y uno de los integrantes del gobierno del Paraguay (no ha quedado registrado con cual, pues fueron tres  los  Triunviros: Cirilo Antonio Rivarola, Carlos Loizaga y José Díaz de Bedoya)

El general Mitre había recibido unos exóticos ejemplares de la selva tropical paraguaya y resolvió retribuir el obsequio enviando una hermosa yunta de caballos a su obsequiante, pero antes quiso sondear los gustos de éste y fue informado que era un entusiasta aficionado a los gallos.

MITRE no era perito en esto y resolvió acudir en busca de ayuda a su correligionario y amigo don CARLOS MARÍA BAZO, poseedor de una renombrada cría de gallos de riña, a quien sometió el caso, pidiéndole después de larga conversación que le eligiese dos de sus mejores gallos y les fijase precio. Está bien, mi general —le replicó Bazo-: éstos son dos de los mejores: se los regalo, y créame que lo harán quedar bien.

En efecto: el general Mitre remitió a su amigo del Paraguay los dos gallos que ostentaban los nombres de General San Martín y General Belgrano, adornados con cintas argentinas y los pedigrees” de los mismos. Según se supo después, los obsequiados hicieron honor a sus nombres, pues no perdieron riña y murieron calandracas (ver Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, Manuel  Bilbao, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1981)

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