EL CHARQUI

El charqui, término proveniente de la palabra quichua que significa «flaco» y «seco», es carne cortada en tiras y puesta al sol para que se seque, con el objeto de poder conservarla para el consumo.

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Cuando los españoles llegaron a América, no hallaron animales domésticos bovinos, ovinos o equinos. Los incas habían domesticado la llama, algo la alpaca, y aprovechaban la vicuña, mientras que los aztecas conocían una precaria forma para la cría de pavos.

Pero muchos pueblos aborígenes habían desarrollado la técnica del charqueado. La palabra “charqui” o “charque” es de origen quechua y quiere decir «seco y flaco».

Designa una modalidad de conservar tajadas de carne, frutas, legumbres o pescados, secados al sol y al aire y sin salar. Se dice que el término inglés “jerked beef”  deriva de nuestro charqui.

Otros suponen que los bucaneros franceses llamaron “charcuterie”  a la preparación de carne de chancho ahumada en fetas, obedientes a la misma etimología. Los productos charqueados se conservaban un buen tiempo, estacionado en lugares no húmedos y protegidos del mosquerío.

No era más que una forma natural de deshidratación. Antes de su cocción, el charqui debía ser remojado para volver a hidratarlo, pero si se quería hacer “chatasca” (especie de guiso con grasa), sólo se lo machacaba bien, en seco, dentro de un mortero hasta convertirlo en filamentos..

Cuando se la cocina con papas, chauchas y maníes, se la sazona con pimentón y especias y se la conoce con el nombre de «charqucán».

Según el INCA GARCILASO los indios “en todas las tierras frías”», es decir, en “las Sierras”, hacen charqui “solamente con poner la carne al aire, hasta que ha perdido toda la humedad, y no le echan sal ni otro preservativo”.

Ello distingue al charqui del “tasajo”. Este último es la carne salada y acecinada. Los nativos del actual territorio de Santa Fe usaban aquel método para conservar la carne y el pescado. LUIS RAMÍREZ, el compañero de CABOTO, cuenta que los aborígenes de las islas del Paraná y de la zona del Carcarañá conservaban el pescado para el invierno, sin sal, “po­niéndolos al sol hasta secarlos” (ver Charqui, tasajo y cecina).

La técnica del charqueado se aplicó a diversas carnes según las regiones. Hubo, así, charqui de llama, de pescado (en especial, sábalo), de pato, de carpincho, de venado. La posterior proliferación del ganado vacuno, atrajo faeneros y “bandeirantes” que sacrificaban las reses para extraerles exclusivamente el cuero.

Sin embargo, la carne vacuna no dejó de interesar y el charqui de vaca vino a ser artículo común en los fortines, donde no siempre era factible salir a carnear.

Pero el charqui tenía una vida útil limitada y poco servía para el comercio, lo que explica que ya en el siglo XVIII surgieran saladeros para proveer de tasajo a las crecientes poblaciones de esclavos-de Cuba y Brasil.

Los primeros aparecieron en el actual territorio uruguayo y como requerían escasa inversión crecieron rápidamente. Gran número se estableció en la campaña y en los alrededores de Montevideo, incluyendo Villa del Cerro, aprovechando los ríos para abaratar el transporte y arrojar desechos. Al iniciarse el siglo XIX había decenas de ellos en la Banda Oriental, los que pronto dejaron de ser un anexo de las estancias y tomaron vuelo propio.

En 1840, SAMUEL LAFONE instaló uno en el barrio montevideano de La Teja, de tal magnitud que, después de la Guerra Grande (1843- 1851), llegó a faenar 1200 vacunos por día.

En 1859 operaban en Montevideo 7 saladeros y en la década de 1870 había 21 en todo el país, ocupando a unas 6.000 personas. De este lado del río, el primer saladero surgió en 1768 en la ensenada de Barragán, propiedad de AGUSTÍN WRIGTH, emprendimiento que en seguida imitaron muchos, tanto en Buenos Aires como en Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes, prolongándose su funciona­miento hasta 1880.

En 1856, JOSÉ GREGORIO LEZAMA vendió las propiedades que poseía en “Laguna de los Padres”: “La Armonía” y “San Julián de Vivoratá”  a un consorcio brasi­leño-portugués encabezado por el Barón de Mauá.

El diario “El Nacional” del  14 de agosto de ese año, informaba que, «un consorcio portugués adquirió una extensión de 52 leguas de campo, 7 leguas de costa y donde hay no menos de 115.000 cabezas de ganado manso y alzado  yeguarizo y lanar».

El establecimiento ocupó la desembocadura del arroyo San Ignacio (Las Chacras), hoy en plena ciudad de Mar del Plata y el saladero en sí, fue ubicado inicialmente en el paraje que conocemos hoy como “Punta Iglesia”. Luego se lo trasladó a la manzana delimitada por las calles Luro, Alberdi, Corrientes y Santa-Fe, en cuyo frente había un gran corral de palo a pique, donde se encerraba la hacienda próxima a ser faenada.

Producción y mercado
Para lograr el tasajo, la carne se trozaba en tiras largas de unos 4 a 5 centímetros de espesor que, luego de oreadas se colocaban en depósitos con salmuera.

Luego de escurridas, se las dejaba sobre una base de astas en pilas de hasta 4 me­tros. Pasados 40 a 50 días, el tasajo, ya listo, se exportaba a granel en la bodega de los barcos, sin ningún tipo de envase.

El sabor de la carne, al final del proceso, no era agradable, y, si bien servía para alimentar esclavos, los intentos de venta para consumo de las clases bajas europeas fracasaron rotundamente.

Desde un comienzo los saladeros vendieron también la grasa de los animales, usada en el alumbrado público y en la fabricación de velas y jabones, así como subproductos: carne ahumada, lenguas saladas, cueros, cornamentas, harina de hueso, harina de sangre y crines.

Pero la demanda y el precio del tasajo comenzaron a caer desde la segunda mitad del siglo XIX y hacia 1860 empezó a ser sustituido primero por la producción de extracto de carne y luego de carne hervida y envasada, variantes que decayeron rápidamente tras la aparición de los frigoríficos. (Fdo. Silvia Longohni).

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