CORRUPCIÓN, HUBO SIEMPRE

La Catedral es una cantina limeña de mala muerte, donde conversan dos parroquianos. Es una pieza esencial de la trama que hace funcionar la novela “Conversación en la Catedral”, de Mario Vargas Llosa. Ni bien empieza el capítulo, el protagonista desliza una frase que perdurará en la memoria de los lectores. “¿Cuándo se jodió el Perú?” Es un dicho efectivo, de resonancia continental. Implicaría que todo venía bien, hasta que las cosas descarrilaron. Cada tanto, los lectores lo desempolvamos para usarlo a nuestro gusto.

¿Y cuándo nos jodimos nosotros?. Cada uno tendrá sus fechas. Que fue aquel año o el otro. Con Saavedra o con Moreno, con los federales o con los unitarios, con los chupandinos, los acuerdistas, los cantonistas?.

Tal vez el proceso venga de antes, de la época de los primeros gobernadores, cuando aún estaban los españoles . Y quizás  la historia de la corrupción en estas tierras, debería inscribir como su primer nombre, el del escribano y contratista JUAN DE VERGARA que vivió allá por 1610 en el virreinato del Río de la Plata y del que se tiene bien documentada su actividad como contrabandista.

Los aborígenes falsificaban moneda (1568)
Pero antes, ya la corrupción existía en esta tierras y eran nada menos los aborígenes, quienes señalaban el camino que seguirían pronto los amigos de la riqueza mal habida.

En 1568, un funcionario de la corona le informa a sus superiores en España acerca de una costumbre existente en el Río de la Plata, que afecta los intereses de la corona, diciendo: ¨

“….. porque en esta tierra, corre por moneda una plata menuda que llaman corriente, la cual anda por quintar (se refería al quinto que debía percibir el rey), y muchas dellas falsas. Los indios, aziendo las de cobre y plomo con color falso, las suelen dar en pago, de manera que los que con ella contratan, reciben mucha pérdida, así en el peso, como en el poco valor que tiene».

«Si hubiese moneda toda esta plata  se consumiría en mejor y fundiéndose para labrar moneda, se cobraba el quinto para V. M. y donde en adelante demás de la moneda de la demás plata que corriere  seria barras ensayadas y marcadas y si los indios enterrasen o escondiesen alguna, sería ya pagado el quinto, de que no viene  perjuicio a la real hacienda, y la que tienen escondida la sacarían ha azer moneda».

El contrabando en el Río de la Plata
La prohibición de comercio dictada por el virrey del Perú sobre Buenos Aires a mediados del siglo XVI  hizo que muchos de sus habitantes se dedicasen al contrabando. Es esta época se unen bajo la corona de Castilla, España y Portugal y comenzaron a llegar a esta ciudad numerosos portugueses que se dedicaron principalmente al contrabando de la plata de Potosí, hasta que en 1603, para acabar con el contrabando, se expulsó a todos los portugueses. Pero ya había comenzado a germinar la semilla que plantaron los portugueses.

Hasta que la corona española dictó el Reglamento de Comercio Libre en 1778, el Puerto de Buenos Aires fue el centro de una actividad, que marcó indeleblemente la idiosincracia del porteño: el contrabando. Un gran negocio que le permitió a muchos influyentes funcionarios llenarse los bolsillos con dineros mal habidos, sorteando leyes y controles para beneficio personal, sin cargos de conciencia por los tremendos perjuicios que así le causaban al erario público.

Queda en el recuerdo la campaña que en 1618 llevara contra estos delincuentes el gobernador del Río de la Plata HERNANDO ARIAS DE SAAVEDRA, cuya honestidad y coraje, se vieron mal pagados, con su inmediata deposición y arresto, fogoneados por  DIEGO DE GÓNGORA instigado por su amigo el sevillano y jefe de la mafia de contrabandistas que operaban en estos territorios, JUAN DE VERGARA y el portugués DIEGO DE VEGA, un siniestro personaje a quien HERNANDARIAS  había perseguido implacablemente y desbaratado numerosas operaciones de contrabando (ver más adelante las andanzas de este tal Vergara).

Acotemos que como dijera el historiador LUIS ALBERTO ROMERO “De hecho, excluyendo a HERNANDARIAS, casi todos los gobernadores de la época estuvieron en mayor o menor grado comprometidos con el tráfico comercial ilegal o contrabando..

JOHN PARISH ROBERTSON, un incansable viajero escocés que supo hacer fortuna mientras recorría el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata, escribió en 1811 un Diario de Viaje que fue editado en 1843 con el nombre de “Cartas de Sudamérica”, donde dice: “…. lo cierto es que el contrabando está muy arraigado en el carácter español y cuando este fructífero árbol del mal fue trasplantado de España a América, floreció allá con todo el vigor original de su suelo nativo.

El contrabando en las pequeñas comunidades coloniales , asalta la honradez de los guardianes de la renta pública, bajo formas insidiosas: botellas de cerveza o de vino Carlón para la mesa de familia, lindos adornos para la Sala, vestidos de raso y medias de seda para las esposas e hijas, doblones en forma de préstamo que no serán devueltos, favores que despiertan la tentación y que sería fácil no pedir, pero resulta difícil rechazar cuando se ofrecen con insistencia» («Cartas de Sudamérica». J.P. y G.P. Robertson, Tomo I, Inglaterra, 1843)

Tal como lo es hoy, ya en el siglo XVIII, el contrabando era una actividad altamente rentable y como tantas otras actividades que están  fuera de la ley, siempre encontraron en la debilidad del ser humano, personas dispuestas a engrosar sus filas, aunque felizmente desde los albores de nuestra nacionalidad, hubo algunos intentos para escapar  de esa generalidad: “Nada recomienda tanto la dignidad de un gobierno, como la firmeza con la que ataca abusos envejecidos, que la impunidad de muchos años ha sancionado.

El contrabando, ese vicio destructor de los Estados, se ejercía en esta ciudad con tanto descaro, que parecía haber perdido ya toda su deformidad. Anoticiado el gobierno del gran contrabando que estaba  a bordo de la fragata «Jane», mandó una escolta competente , para que, asegurando la carga, sufriera ésta el reconocimiento y examen que previenen nuestros reglamentos públicos.

El comerciante inglés, dueño del cargamento, confesó públicamente «el fraude de la carga» y en consorcio con su consignatario, propuso todo género de sacrificios, para evitar el decomiso que la amenazaba. Pero por fortuna, no vivimos en aquél tiempo, en que bajo precios fijos se compraba  la impunidad de todos los delitos y la carga finalmente fue confiscada por la autoridad” («Gazeta de Buenos Aires», 7 de junio de 1810)

Una real cédula emitida en 1594 (algo así como un decreto de necesidad y urgencia) del rey Felipe II,  prohibía el funcionamiento del Puerto de Buenos Aires, y lo prohibía obedeciendo al lobby de los mercaderes del Alto Perú. Para ellos, Buenos Aires era un agujero negro y un competidor desde la ilegalidad. La plata que se extraía en las minas del Perú, debía salir, según las leyes,  por el puerto de El Callao, en el Pacífico, y dirigirse a Sevilla.

No había otras opciones-Así lo imponía el férreo monopolio comercial de la Metrópoli española a las colonias. Pero, claro, la plata partía también clandestinamente hacia Buenos Aires, desde donde era enviada de contrabando a otras capitales europeas. A cambio, ingresaban muebles, armas, iconos religiosos, libros y especias y (horror de los horrores de la historia: mano de obra africana para ser esclavizada en América).

Todo circulaba -de contrabando- desde Buenos Aires hacia El Tucumán. Salta y Lima, donde se distribuían comercialmente (los objetos y las personas) de manera encubierta. Ya era entonces Buenos Aires una ciudad de tránsito de mercancías prohibidas de alta circulación clandestina. Es decir, que VERGARA fue el primer contrabandista registrado como tal en los libros legales, pero antes  que él, los traficantes habían sido legión, aunque para la historia son legiones anónimas.

La corrupción y el contrabando
En 1604, durante el gobierno de HERNANDO ARIAS DE SAAVEDRA (alias Hernandarias), se organizaron grandes vaquerías y se estimuló la producción de cebo, cecina y corambre y la cédula real que autorizó el comercio con Brasil, permitió la prosperidad de Buenos Aires, pero muy pronto aparecieron los aprovechadores del sistema.

Los permisos comerciales eran comprados por los portugueses, en su mayor parte judíos, y la plaza comenzó a llenarse de negros esclavos y de géneros e infinidad de productos portugueses, con la complicidad de funcionarios coloniales corruptos.  El Gobierno de España, advertido de la peligrosa maniobra de estos «sospechosos en cosas de fe», ordena por cédula real la expulsión de todos los portugueses entrados a Buenos Aires sin autorización. Pero se moverán fuertes intereses para que el mandato real no se cumpla o lo sea en forma parcial y arbitraria.

Lo mismo ocurrirá en 1609, cuando don DIEGO MARÍN NEGRÓN, sucesor de HERNANDARIAS, quiso establecer en Buenos Aires, un Tribunal de la Inquisición, para poder perseguir a los contrabandistas no ya como portugueses, porque eso le estaba vedado, sino como “peligrosos judaizantes”. El pedido morirá en el Consejo Supremo de Indias y MARÍN NEGRÓN terminará sus días envenenado por sicarios enviados por los negreros

El primer corrupto de nuestra Historia
Para referirnos al primer corrupto que registró nuestra Historia, debemos hablar de JUAN DE VERGARA, un comerciante español que alrededor de 1609 llegó a Buenos Aires, como Secretario del Juez Pesquisidor de la Audiencia de Charcas, PEDRO DE TREJO, a pedido de HERNANDARIAS. Venía con la misión de investigar la conducta de algunos funcionarios coloniales sospechados de irregularidades y su gestión fue muy eficaz, ganándose por ello, la estima, el respeto y la confianza pública que lo veía como un hombre honrado.

Pero “la carne es débil”. En 1610, DE VERGARA fue tentado y su honradez desapareció ante la promesa de pingües y fáciles ganancias, entrando en el negocio del contrabando de esclavos negros y a partir de entonces, su actuación nos permitirá comprender las raíces de esta actividad (el contrabando), que desde comienzos del siglo XVIII, fue rémora para el desarrollo de las colonias españolas en América y que continuando en el tiempo, llegó hasta nuestros días, siempre blindada por la complicidad de gobernantes, empresarios y comerciantes inescrupulosos, que han hallado en ella, el camino de la riqueza fácil, definiendo una característica innoble del “ser nacional”.

DE VERGARA puso toda su habilidad y su conocimiento de las leyes al servicio de esta nueva actividad y junto con el Tesorero real SIMÓN DE VALDÉZ, se constituyó en una pieza clave de una organización con alcance internacional,  dedicada al comercio de esclavos.

Compró gobernantes, funcionarios, obispos (a los que HERNANDARIAS calificó como “la confederación de los negocios sucios”) y medró durante largos años, sin que nadie pudiera hacer nada para detenerlo. MARÍN NEGRÓN, FRANCISCO DE CÉSPEDES y PEDRO DE DÁVILA, fueron algunos de los probos que decididos a combatir a los contrabandistas y a los negreros, quisieron hacerlo y terminaron difamados, encarcelados o muertos, por orden de esta “confederación” de hombres poderosos e inescrupulosos, influyentes y hábiles manejadores de la opinión pública.

Su operatoria era arriesgada, pero muy lucrativa. Como el comercio con toda Europa, a excepción de España, estaba prohibido por las leyes de entonces, VERGARA encargaba objetos refinados a distintos proveedores que venían por mar del Viejo Mundo.

Cuando se acercaba la fecha de llegada de los navíos con los elementos que provenían de Inglaterra, o de Francia, o de Holanda, y con hombres para ser esclavizados embarcados en Angola, VERGARA denunciaba la proximidad de barcos que traían mercadería de contrabando. Inmediatamente, la Aduana decomisaba la mercancía y la sometía a un remate público.

El propio VERGARA y su banda eran los compradores de todo a bajísimo precio. Así lograba dos objetivos: no pagarles a sus proveedores (que habían acordado cobrar contra entrega) y blanquear la mercadería y los esclavos. Todo era revendido fronteras adentro del Virreinato. Por cierto, las autoridades de la Aduana estaban implicadas en el delito y cobraban comisiones por la reventa. El problema era complejo, porque por un lado VERGARA y los funcionarios eran villanos por vocación, pero por otro, las leyes eran entonces imposibles de cumplir.

El ambicioso Vergara tuvo que enfrentar la dificultad de contar con un enemigo poderoso: el gobernador del Paraguay del Río de la Plata. HERNANDO ARIAS DE SAAVEDRA (Hernandarias), un cruzado legalista que puso a algunos forajidos en el cepo, cosa que no se logró hacer con él, cuando fue sometido a un juicio que llevó 20 mil folios de testimonios, a pesar de lo cual, VERGARA no fue condenado y hasta llegó a ocupar un cargo público como Regidor de primer voto. En 1650 murió de viejo y dejando una fortuna.

Funcionarios corruptos
Era tal el dislate en aquellos tiempos, que en 1666 se advertía con un Manual a los visitadores (funcionarios auditores enviados desde España a América para controlar a los funcionarios locales),  respecto de los múltiples sinónimos que ya por en­tonces tenía la palabra «cohecho» (o coima en nuestros días): “…. se la llama “guante”, “bollo”, o “camarico”, avisaba, a la vez que prescribía para los visitadores la obligación de juramentar ante Dios,  que jamás habrían de recibir «cohecho» de parte de sus auditados, nombraran a aquella práctica como quisieran nombrarla”.

Pocos visitadores fueron inmunes al soborno. Sus auditados eran los corregidores, o los alcaldes o, incluso, los propios virreyes, todos al fin y al cabo burócratas españoles que si se habían llegado hasta la novísima e insondable América recién descubierta era, con algunas notorias excepciones, más bien para enriquecerse y no para empobrecerse. Eran tantas las corruptelas potenciales que, muy tem­pranamente, la corona española impuso los llamados juicios de residencia, querellas oficiales del Estado monárquico contra sus subordinados díscolos en América.

El primer «Juez Pesquisador» que había sido nombrado a tal efecto,  por una real cédula de 1499 se llamaba FRANCISCO DE BOBADILLA. Un cuasi homónimo suyo, CASTILLO DE BOBADILLA, escribió mucho después (en 1750) un Tratado llamado “Política para corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de guerra”, en el que postulaba como brújula para detectar corruptos un criterio sencillísimo: “Cuando sin causa evidente aumenta la riqueza de los ministros públicos, debe sospecharse de la limpieza de sus manos”. Sin embargo, ni los juicios de Residencia de FRANCISCO DE BOBADILLA, ni las cruzadas legalistas de HERNANDARIAS, ni las recomendaciones orientadoras de CASTILLO DE BOBADILLA. dieron mucho  resultado en estas tierras de América. Sus esfuerzos solo evidenciaron que la larga historia de la corrupción argentina, proviene de una larga prehistoria de la corrupción que hunde sus garras en la oscuridad de los tiempos.

Pongamos el caso de lo que sucedió en la provincia de Córdoba. A su fundador, JERÓNIMO LUIS DE CABRERA,  lo mató el gobernador entrante. Fue estrangulado por GONZALO DE ABREU, que a su vez, ni bien estrenó su despacho, firmó un decreto de necesidad y urgencia mediante el cual, los bienes del difunto Jerónimo pasaron al fisco y se vendieron a precio vil, en una subasta donde el único oferente fue precisamente ABREU, que compró todo por debajo de la base.

Sobre el crimen corrieron diversas versiones. Una fue que a don JERÓNIMO lo ahorcaron contra el respaldar de la cama. Otra, que tuvo el final de un hidalgo. En este caso, habrá llegado al cadalso a caballo y de larga túnica, al compás del tamborín. Era una gran diferencia con un reo del populacho. Estos llegaban en burro montados contra natura, o sea, mirando a popa. Como sea, tanto el garrote noble como el garrote vil fueron la versión española de la guillotina.

Todo se reducía a una cogotera de hierro, provista de un tornillo sinfín que partía las vértebras del condenado. Pero es posible que el flamante villorrio de CABRERA aún careciera de dicha tecnología, así que GONZALO y sus sicarios improvisaron un garrote casero. Aprovechando que Jerónimo guardaba cama, lo arrimaron al respaldar, pasaron un cinturón flojo alrededor de su cuello y uno de los barrotes y lo despacharon con unas vueltas de torniquete.

GONZALO DE ABREU, el nuevo gobernador, apenas alcanzó a disfrutar del patrimonio de su antecesor, pues pronto fue reemplazado por el doctor HERNANDO DE LERMA, que a su vez lo mandó a la cárcel y lo torturó hasta matarlo. Fraguaron un falso certificado de defunción y DE LERMA se quedó con los bienes de ABREU, incluyendo la vajilla.

El crimen se lo achacaron a una supuesta viuda negra, que se declaró culpable bajo tormento. Una vez eliminado su antecesor, el doctor HERNANDO DE LERMA se ocupó de los funcionarios salientes, procediendo a embargarles su patrimonio. Algunos fueron ahorcados en público y otros debieron huir de Santiago del Estero. Un vecino rezongón también acabó en la cárcel. DE LERMA desplumó al antiguo gobernador y habría permitido que la soldadesca se hiciera cargo de las niñas de su familia.

DE LERMA, el gobernador entrante, era un abogado en quiebra. Había demorado tres años en partir desde España para asumir el cargo, pues no tenía ni para el viaje. Tampoco acabó bien. Lo sometieron a juicio de residencia y fue desterrado de América. Murió en un penal madrileño y tiraron su cuerpo a los caranchos, sin que nadie pagara una misa por su alma.

Estos personajes, no eran gente acaudalada. A veces llegaban quebrados a las Indias y prosperaban de manera fulgurante. La política era su salvación. A falta de obra pública, sobraban indios y tierra. Para hacerse de un buen patrimonio, alcanzaba con fundar. Se elegía un lugar adecuado, se plantaba un poste en el suelo, se convocaba al escribano y al cura, se daban unos espadazos al aire y se procedía al reparto del territorio. Así, JERÓNIMO DE CABRERA se había convertido en millonario. Era dueño de estancias grandiosas y de todos los indios de la provincia.

En un tiempo, la capital del Tucumán funcionó en Santiago del Estero. No era el más codiciado de los destinos, aunque sobraban los postulantes. Un modo de convertirse en funcionario era comprar el cargo. En Buenos Aires se subastaban con auspicio del Cabildo. Entre los compradores frecuentes figuraban los cabecillas del Cartel Negrero.

El mercado esclavista más fuerte de Sudamérica funcionaba en el Río de la Plata, operado por cabildantes. Uno de los cabecillas era el tesorero SIMÓN DE VALDEZ, una suerte de ministro de economía que prestaba plata del presupuesto al 15 por ciento y trabajaba con MATEO DE AYALA, máximo miembro de la Justicia, que a la larga se compró la gobernación. La compra de cargos era legal.

Después de gobernador, los puestos más codiciados estaban en la Justicia. Había más aspirantes que cargos: para una vacante en Chile, se anotaban cien candidatos. En teoría, te podías presentar hasta por el virreinato de Lima. Para alguien en la ruina, ofertar por un cargo significaba una fortuna, que requería el auxilio de financistas. Por algo GONZALO DE ABREU se tomó tanto tiempo para asumir. ¿Por qué despachó a JERÓNIMO apenas puso pie en Córdoba?. Porque estaba acosado por los financistas y precisaba efectivo. Pero, en general, para amortizar esos préstamos, alcanzaba con la coima, siempre que tuvieras bien aceitada a la Justicia.

El hábito de tenerla en un puño se remontaba al propio fundador de Santiago del Estero, FRANCISCO DE AGUIRRE, que puso al sobrino a la cabeza del Poder Judicial y lo reemplazó con otro sobrino cuando el primero fue asesinado. Con todo, AGUIRRE no logró terminar su tercer período y fue removido. Uno de los responsables de su salida anticipada fue Jerónimo de Cabrera, probable alcahuete de la Inquisición.

La provincia del Tucumán llegó a ser inmensa. En un tiempo se extendía de Jujuy a San Juan, a lo largo de la cordillera nevada. Parece que alguna vez la gobernaron los incas. Hoy es una sombra de lo que fue. Jamás llegarán a conocerse todas las tenebrosas historias que produjo el territorio. Pero abundaba, eso sí, el anecdotario folclórico, que incluso mostraba el costado humano de los caudillos. Que éste apostó la provincia al billar o que aquél vendió la gobernación por mil pesos. Y la rusticidad del gobernador en cuestión era un tópico infaltable.

En Cuyo, a uno de aquellos gobernadores perpetuos, le atribuían la manía de escupir en el piso de su despacho. El secretario privado, un auténtico caballero, compró una salivadera de porcelana. Cada vez que su jefe disparaba un gargajo, el secretario se la colocaba a tiro, pero el gobernador vuelta a escupir al otro lado.

El secretario, con infinita paciencia, corría de nuevo la escupidera, hasta que un día el gobernador estalló: “¡Tanto va a joder con ese aparato que se lo voy a escupir nomás!”. Era el costado chistoso. Los provincianos, como buenos encubridores, siempre lo tomábamos a la broma. Hasta que alguna nueva brutalidad acallaba la jarana.

Luego vendría el turno de los gobernadores perennes. En la época española, los gobernadores perennes proliferaron entre Michoacán y la Patagonia . JUAN FELIPE IBARRA, gobernador vitalicio de Santiago, se las arregló para suprimir la Legislatura. Cuando alguien le marcó esta circunstancia, Ibarra se vio obligado a justificarse.

Los diputados hubieran sido un engorro, porque cada mañana iban a pasar por su casa a preguntarle qué tenían que hacer. A Ibarra lo sucedió su sobrino, MANUEL TABOADA. Si a estos dos personajes se agregara CARLOS JUÁREZ, el caudillo santiagueño, resultaría que tres personas dominaron la provincia durante casi cien años, de cuerpo presente o a través de esposas, familiares o delegados.

Más acá en el tiempo, en Tucumán, el gobernador MARCO AVELLANEDA fue decapitado de pie. Su cuerpo, ya sin cabeza, fue a dar a tierra y alcanzó a gatear. Según el diario del oficial que lo ejecutó, un soldado sostenía la cabeza de AVELLANEDA de los pelos, que todavía gesticulaba como producto de los reflejos nerviosos. Luego los federales jugaron a la pelota con su cabeza. La cabeza de Marco, fue insertada luego en una lanza y así  estuvo durante un mes exhibida en la Plaza principal de Tucumán.

Los encomenderos
Encomendero era el eufemismo que designaba a los propietarios de esclavos, sólo que se trataba de indios en vez de negros. Pero en México hubo alguien que estuvo a un paso de poner en vereda a los encomenderos, soporte esencial del Poder. BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, el obispo de Chiapas, una de las figuras de aquella época, se propuso acabar con la explotación de los pueblos originarios y  tuvo una idea brillante: negarles la absolución. Ya en su lecho de agonía, los temibles dueños de la vida de sus esclavos, descubrían con espanto que tendrían vedado el acceso al Cielo,  mientras no confesaran sus crímenes y liberaran a sus esclavos. Encima, debían repartir sus bienes entre la indiada.

Como los herederos igual se las ingeniaban para burlar la voluntad del finado, el obispo dictó un código al cual debían ceñirse los confesores. El cura convocaba a un escribano junto al lecho de agonía. Todo testamento anterior era nulo. El protocolo establecía que aunque el encomendero tuviera cien hijos legítimos, éstos no verían un solo peso como herencia. Recién cumplido ese requisito, el encomendero sería confesado y absuelto.

El propio confesor debía ocuparse de hacer el inventario de bienes y entregárselo a los indios. El obispo de Chiapas la tenía reclara. Por algo, en el pasado, había sido encomendero. Venía de la infame década de los noventa, cuando todo empezó a pudrirse en las Indias.

Es obvio que los cambios del obispo de Chiapas no podían durar. Para peor, a los confesores se les había ido la mano. Ya ni siquiera esperaban que el pobre encomendero cayera enfermo. Así rebozara salud, le negaban el sacramento durante la misa dominical, pero “en defensa de sus derechos”, se lo sacaron de encima y lo fletaron a España y así todo volvió a la normalidad. Desde entonces, entre Michoacan y la Patagonia, la política ha seguido marcada a fuego por esas criaturas indestructibles.

En 1812, empiezan las primeras compras de armamentos para el Estado y el desinteresando aporte del norteamericano GUILLERMO PÍO WHITE y del comerciante español JUAN LARREA, se vio ensombrecido por las sospechas de la existencia de reembolsos mal habidos.

En agosto de 1822 la Junta de Representantes de Buenos Aires, para saldar la deuda pública de la provincia, instalar nuevos servicios de aguas corrientes y desagües pluviales y fundar tres nuevos nuevos pueblos en el sur, autorizó por Ley al gobierno en ese momento ejercido por MARTÍN RODRÍGUEZ, bajo la influencia de su Ministro BERNARDINO RIVADAVIA, a contratar en Londres un empréstito de cinco millones de pesos fuertes que equivalían a un millón de libras esterlinas y así se inició el tristemente célebre caso del préstamo de la Baring Brothers.

Del millón nominal de libras solamente se recibieron 560.000. La casa Baring retuvo 130.000 libras en concepto de cobro por anticipado de intereses y el resto se lo llevaron los comisionistas intervinientes en la operación. El país arrastró esta deuda hasta 1904 y cuando ese año se terminó con esta obligación, se habían pagado en total 23.734.766 pesos fuertes y ninguna de las obras que debían realizarse con este dinero llegó a concretarse»

Más acá de nuestra Historia, ya en 1826, la Ley de Enfiteusis dictada por BERNARDINO RIVADAVIA fue también utilizada  para alimentar la corrupción de “respetables ciudadanos”. Según la legislación, el Estado podía arrendar tierras fiscales a los privados a precios muy baratos, concretamente, a un 4% del valor real de venta de las tierras de cultivo. Pero hecha la ley, hecha la trampa.

La evaluación de las tierras fiscales la hacían los mismos arrendatarios, es decir, eran los propios estancieros que ya ocupaban de facto las tierras del Estado los que le aplicaban un valor según sus propias estimaciones. Increíblemente, el Estado daba por buenas esas tasaciones, y sobre esos valores, se pagaban los aranceles por el alquiler. Ade­más, como el gobierno carecía de una maquinaria administrativa para cobrar los alquileres, los arrendatarios «olvidaban» pagar y  al fin, trabajaban la tierra para su exclusivo provecho, sin pagar derechos por su usufructo. Además, ampliaban el perímetro de «sus» estancias sin control de nadie.

De hecho, el efecto real de la Ley de Enfiteusis fue, como bien señala el historiador norteamericano DAVID ROCK, “la expansión y la consolidación de las grandes posesiones de tierras». La política de tierras se tornó aún más compleja y proclive a la corruptela en tiempos de ROSAS.

Este, a partir de 1835, según las tesis del historiador inglés JOHN LYNCH, “aplicó una política de terror y de confiscación a sus opositores que deprimió los valores de las tierras y atemorizó a los eventuales compradores». Rosas hacía dos cosas: otorgaba a su adictos  tierras ganadas a costa de sangre de indígenas en el sur, pero se arrogaba para sí, el derecho de confiscar esas u otras tierras, cosa que en efecto practicaba,  ante el menor atisbo de oposición de gestión que viniera del estanciero beneficiado.

El oro, otro protagonista de la corrupción criolla
El juego de los intereses creados entre el Estado y los privados no se redujo en la historia del país a la puja non sancta por la propiedad del suelo, sino también por la del subsuelo. Años antes de la hegemonía de Rosas, JUAN FACUNDO QUIROGA se tren­zó en una tremenda disputa con RIVADAVIA por la explotación de las riquísimas minas de oro de su provincia, La Rioja.

QUIROGA era socio, junto a FLORENCIO OCAMPO y MATÍAS ROMERO, según un contrato fechado el 10 de setiembre de 1825, de las minas de San Pedro de Famatina, en La Rioja. BRAULIO COSTA, administrador de los bienes de FACUNDO, manejaba la cuestión del personal de la mina y como tal, en 1826  pagó para reclutar a un grupo de mineros ingleses contratados especialmente para ponerse a las órdenes de QUIROGA.

Simultáneamente y a trece años de abolida la esclavitud, Facundo insistía con embarcar esclavos para hacerlos trabajar en Famatina. Era tal la rentabilidad de las minas que el caudillo promovía el funcionamiento de una “Casa de la Moneda”  autónoma en la Rioja, que de hecho comenzó a funcionar primero en Chilecito y luego en La Rioja capital y eso, para BENARDINO RIVADAVIA fue demasiado.

El tenía sus propios vínculos con altos intereses británicos, y en un consorcio con ellos,  puso en marcha la “River Píate Mining Association, que ganó la pulseada por los recursos de Famatina.  De inmediato, la Casa de Moneda de La Rioja se esfumó a pesar del lobby de los accionistas riojanos con Facundo a la cabeza, que definitivamente rompió sus relaciones con el gobierno de Buenos Aires. Así, con la fiebre del oro alimentando la boca de los fusiles, se fue cimentando la historia de la corrupción argentina durante el siglo XIX.

En 1890 muchos personajes influyentes de la sociedad argentina se vieron beneficiados con préstamos otorgados muy liberalmente y sin las suficientes garantías otorgados por los llamados “Bancos Garantidos” y como no los devolvían, esos bancos quebraron y las deudas desparecieron.

El soborno a COE (1853)
El Capitán de Navío norteamericano JOHN HALSTED COE (imagen), nombrado por JUSTO JOSÉ DE URQUIZA jefe de la escuadra Confederada con la orden de bloquear el puerto de Buenos Aires y cerrar así el cerco, para vencerla por la falta de recursos, a cambio de 5.000 onzas de oro, entregó la escuadra al gobierno de Buenos Aires (ver El soborno a Coe)

900.000 balas perdidas
En 1890 se produjo la Revolución del Parque”, un episodio que permite ya visualizar escenas, términos y circunstancias de la política moderna. Gobernaba el país MIGUEL JUÁREZ CELMAN, un cordobés  que no supo manejar el crecimiento exponencial de la deuda externa y los acontecimientos lo superaron.

Una revolución gestada en los mismos centros del poder lo obligó a renunciar, pero lo patético de este caso es que según una investigación realizada por el Diario The Times de Londres, cuando los revolucionarios quisieron apoderarse de un depósito de municiones, en cuyo inventario figuraba una existencia de un millón de cartuchos, se encontraron con que solamente había cien mil. Se preguntaba entonces el denunciante “quien se había quedado con el dinero de los novecientos mil que faltaban?.

El Palacio de Oro.
Muchas de las obras que se construyeron durante la llamada “edad de oro” de la Argentina (1880-1913), fueron objeto de severos cuestionamientos acerca de sus reales valores y sospechadas de corrupción. Fue paradigmático el caso del edificio del Congreso de la Nación, cuya construcción, habiendo comenzado en 1904 se terminó en 1946, y que por lo elevado de su costo, fue llamado “el Palacio de Oro”, y puestas sus cuentas bajo la lupa de una Comisión Investigadora. El Diputado Socialista ALFREDO LORENZO PALACIOS la presidió y en su informe final ratificó la existencia de sobreprecios y de acuerdos espúreos entre contratistas y funcionarios.

El reparto de las tierras recuperadas después de las Campañas al Desierto.
La malversación de la propiedad agraria, fue otro tema que en la República Argentina muestra claroscuros de una naciente corrupción, que con el tiempo, pasó a ser una de las características, si no la principal, por lo menos la más excecrable  del «ser argentino».

Después de finalizadas las Campañas al Desierto, de los 56.000 certificados al portador otorgados a los soldados que habían intervenido en esos eventos, para obtener su atribución de 100 hectáreas, sólo fueron utilizados 100. Los restantes fueron revendidos a los comerciantes de tierras; de esta suerte los beneficiarios de la división fueron grandes terratenientes —extranjeros en su mayoría— y una masa de pequeños suscriptores que entraron en posesión de uno o dos lotes de 10.000 hectáreas.

Especulación
Volviendo a los acontecimientos que en 1890 derivaron en la renuncia del Presidente de la Nación MIGUEL JUÁREZ CELMAN, recordemos que no solo la descontrolada emisión de Cédulas y un mal manejo de la economía catapultó la catástrofe. Una exorbitante especulación  con bienes inmuebles, tierras y propiedades urbanas que tuvieron lugar entre 1886 y 1890 fueron, sino el principal, uno de los más poderosos detonantes de esa debacle (ver Pánico en 1890).

A su incapacidad para resolver los problemas derivados de la extraordinaria deuda externa que agobiaba en esos años al país, se sumó una conducta perniciosa de la sociedad argentina que entró en una vorágine especulativa y corrupta que se descontroló. Ese año,  el pago de los intereses anuales por los servicios de la deuda alcanzaba  el 60% del ingreso total que percibía  el país, por las exportaciones de un año. Las inversiones cesaron y en la desesperación de la crisis, el gobierno  se deshizo de sus bienes, vendiendo a precios de ocasión el Ferrocarril Central Norte y el Ferrocarril Oeste a grupos británicos.

No sirvió de mucho la entrega, porque hacia fines de 1890, JUÁREZ CELMAN  estaba al borde de la cesación de pagos, al tiempo que los salarios reales se depreciaban en un 50%. Se multiplicaron entonces los especuladores financieros y de poco  sirvió el plan de ajuste lanzado por el ministro WENCESLAO PACHECO. El prestigioso escritor PAUL GROUSSAC fue muy claro: “Baste recordar que tres años  de locas especulaciones y despilfarros, de excesos suntuarios y monstruoso abuso del crédito, llevaron a una Nación robusta y ayer próspera, al borde del abismo”.

Entre el pueblo cundió la fiebre del dinero y la especulación, el desenfreno por los negocios de ganancia segura y el afán de enriquecimiento a través de cotizaciones de la Bolsa de Comercio (organismo que fue el centro del delirio especulativo), basadas en promesas y papeles carentes de valor.

La embriaguez corruptora se expandió imparable y todo el país se convirtió en un verdadero emporio comercial, donde diariamente surgían nuevos ricos (y nuevos pobres también). Finalmente estalló la revolución del Parque y JUÁREZ CELMAN tuvo que renunciar (ver Pillerías en el puerto de Buenos Aires).

Por falta de hilo los agricultores pierden una fortuna
En 1891, en vísperas de una cosecha excepcional de trigo, los agricultores le habían pedido a la casa “Drysdale” y a algunas otras “únicas importadoras” de ese producto, el hilo de agavillar necesario para levantar dicha cosecha.

El tiempo pasó y el hilo no llegaba hasta que en noviembre de ese año, ya casi sin plazos para iniciar la cosecha, uno de esos importadores, le informó a los agricultores,  que el hilo no llegaría, “porque el barco había naufragado”, pero que tenían a su disposición, un pequeño volumen de ese artículo, que había quedado en el stock, pero que su precio era un peso, diez oro el kilo !! y al contado.

De un solo golpe, dice RAFAEL HERNÁNDEZ”, el trust del hilo nos arrancaba un millón y medio en pesos oro, equivalentes como a cuatro millones de pesos nacionales».

Prácticamente, los agricultores, que carecían de medios para comprar al contado, debían renunciar a levantar sus cosechas, pero HERNÁNDEZ,  cuyo título de ingeniero agrónomo le había permitido dirigir eficazmente la  “Colonia Agrícola Nueva Plata”, imaginó la manera de remediar la situación.

Les enseñó a sus colonos a atar el trigo por diversos métodos de emergencia; imprimió hojas sueltas con instrucciones, las repartió y las difundió por los diarios de Buenos Aires y de Santa Fe. Y oh sorpresa !!. En la misma semana, cuenta, «el buque hundido resurgió” y sin duda fue así, porque el hilo  recobró su valor normal, para no volverse a producir jamás otro naufragio».

Si le queda un gusto amargo luego de leer este artículo, le recomendamos entrar en “ Paradigmas del pasado”. Quizás lo que allí lea, le levante el ánimo.

Fuentes. “Documentos para la Historia del Río de la Plata”. Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires; “Documentos para la Historia Argentina”. Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 1915; “Argentina 1516-1987”. David Rock, Universidad de California, EE.UU. 1987; “Historia de la corrupción”. La Revista de Buenos Aires;  Miguel Wiñazki; “Juan Manuel de Rosas 1829-1852”. John Lynch, Ed. EMECÉ, Buenos Aires, 1997; “Corrupción y poder político  en la Argentina», 1886-1890”. Verónica Giordano, Ed. Universidad Nacional de La Plata; «Conflictos en la Argentina próspera”. Félix Luna, Ed. Planeta, Buenos Aires, 2003; “El duque de Lerma”. Alfredo Álvar Ezquerra, Madrid, 2010, “Archivo General de la Nación”, (Época Colonial); «Historia de las Indias”. Bartolomé de las Casas, Ediciones del Marqués de la Fuensanta del Valle, Madrid, 1875; La Historia en mis documentos”. Graciela Meroni, Ed. Huemul, Buenos Aires, 1969; “Cronista Mayor de Buenos Aires”, Editado por el Instituto Histórico de la ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1998; “Historia Argentina”. José María Rosa, Editorial Oriente S.A., Buenos Aires, 1981; “Actas y Asientos del extinguido Cabildo y Ayuntamiento de Buenos Aires”. Manuel Ricardo Trelles, Ed. Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1885; “Breve Historia de los argentinos”. Félix Luna, Ed. Planeta, Buenos Aires, 1994;

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