COMBATE DE LA TABLADA (22/06/1829)

Los unitarios al mando de JOSÉ MARÍA PAZ derrotan a los federales de FACUNDO QUIROGA. En las llanuras de La Tablada, provincia de Córdoba, se midieron las fuerzas del general unitario JOSÉ MARÍA PAZ y las del caudillo federal, el riojano JUAN FACUNDO QUIROGA, apodado El Tigre de los Llanos.

Quiroga en la Batalla de La Tablada

Ambos ejércitos rivales acometieron una porfiada lucha, en la cual la habilidad táctica del general Paz fue más poderosa que el incomparable valor desplegado por el caudillo QUIROGA y que infundía a los suyos con el ejemplo y con el terror.

Luego de 2 días de combate, la victoria fue completa para el cordobés JOSÉ MARÍA PAZ, que entra victorioso en la recuperada ciudad de Córdoba, mientras que QUIROGA huye en desbandada con su caballería hacia Cuyo.

DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO ha proclamado que en La Tablada «se midieron las fuerzas de la campaña y de la ciudad bajo sus más altas inspiraciones» y que FACUNDO QUIROGA y el general JOSÉ MARÁ PAZ, dignas personificaciones de las dos tendencias, se disputaron el predominio de la República, agregando: «Facundo, ignorante, bárbaro. Paz, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados».

El general QUIROGA en La Tablada.
Jean Theodore Lacordaire (1801-1870), hermano del ilustre predicador padre LACORDAIRE, era un naturalista francés que viajó al Río de la Plata y a Chile en 1825/1832. En el año 1829 se hallaba en Córdoba y le fue dado presenciar la batalla de La Tablada y conocer a los generales Paz y Quiroga. En un artículo que escribió para la famosa “Revue des deux Mondes”, expresa: «Desde la azotea de una de las casas más altas de la ciudad podía apreciar la llanura lla­mada de La Tablada.

A eso del mediodía, y por la entrada de los desfiladeros, pudo verse la cabeza de una columna de ejército, marchando en dirección a la ciudad. Poco nutrida en un principio, fue alargándose insensiblemente, de suerte que, cuando los primeros jinetes cruzaban ya el río Primero, las últimas filas seguían saliendo de entre los cerros. La columna entró en la ciudad y vino a colocarse en orden de batalla a lo largo de nuestra calle, la que ocupó en toda su extensión. Quiroga y Bustos venían a la cabeza. La vista de estos dos hombres y sobre todo del primero, que oíamos nombrar hacía mucho tiempo, excitó nuestra curiosidad.

Un hecho insignificante iba a obligarnos a comparecer ante él. Y fue el caso que uno de mis acompañantes se divertía en observar con un anteojo de larga vista los movimientos del ejército cuando alguien, que por su traje y aspecto parecía ser un oficial, separándose del grupo que rodeaba a los jefes federales, se aproximó a la azotea en que nos encontrábamos para ordenarnos llevar el instrumento al general Quiroga, porque quería verlo y ensayarlo. No tuvimos más remedio que obedecer la orden emanada de personaje tan temible, pero el dueño del anteojo, poco resignado a perderlo, le sacó uno de los cristales del centro, dejándole inservible para todo uso.

Quiroga tomó el catalejo, y mientras lo llevaba a los ojos pudimos obsérvalo detenidamente. Era de talla mediana pero bien proporcionado. Sus miembros musculosos denotaban la fuerza y la audacia; los rasgos fisonómicos, de una regularidad clásica, hubieran excitado la admiración, si sus ojos, de torvo mirar y que mantenía invariablemente bajos cuando hablaba, no hubieran inspirado secreto temor.

Una barba tan espesa que le ocultaba la mitad del rostro, hacía más característica su expresión. Quiroga devolvió el anteojo, sin decir palabra, después de haber tratado en vano de utilizarlo. Como no recibiéramos la orden de partir, permanecimos próximos a él para ser testigos de los sucesos. Un ayudante que había sido enviado a los milicianos encerrados en la plaza, con una capitulación, si así puede llamarse a la orden de rendición incondicional, volvió con la respuesta: aquellos pedían cierto tiempo para deliberar.

Quiroga leyó el papel con una sonrisa de menosprecio y lo pasó a Bustos, por encima del hombro. Después se lo tomó de las manos, tachó de un plumazo el contenido del papel y dijo al ayudante que intimara a los sitiados la rendición, porque de lo contrario atacaría la plaza de inmediato.

Los milicianos, que habían resistido la víspera ignorando ia fuerza de sus enemigos obedecieron y se dispersaron… Quiroga entró entonces en la plaza con parte de sus tropas, subió al Cabildo, nombró gobernador provisorio al cuñado de Bustos, y dejando 500 hombres para defender la ciudad, volvió a tomar sus posiciones de la mañana en la llanura de La Tablada. Todo esto pasó en el espacio de tres horas (ver Batallas y combates. Guerras civiles argentinas).

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *