ATENTADO CONTRA EL PRESIDENTE QUINTANA (12/08/1905)

En la tarde del 12 de agosto de 1905, el ciudadano español Salvador Enrique Planas y Virellas, atentó contra la vida del Presidente de la Nación, doctor MANUEL QUINTANA.

Ese día y a esa hora, el coche de caballos que conducía al Presidente de la República, marchaba al trote por la calle Santa Fe rumbo al sur. Eran las 14,25 de un día lluvioso y frío.

El Presidente se trasladaba desde su domicilio —De las Artes 1245— a la Casa Rosada, en compañía de su edecán, el capitán de fragata JOSÉ DONATO ALVAREZ.

Al llegar a la esquina de Santa Fe y Maipú, frente a la plaza San Martín, un hombre bajó la escalinata del paseo y revólver en mano se adelantó a la calzada. Se aproximó al paso del coche, apuntó con el arma a la ventanilla y disparó, sin que saliera el proyectil.

Corriendo junto al coche accionó repetidas veces el disparador, sin poder lograr su objetivo. De inmediato emprendió la fuga internándose en la plaza, seguido de cerca por el edecán del presidente y el comisario FELIPE PEREYRA, jefe de la custodia, quien viajaba en un coche detrás del cupé del doctor QUINTANA.

El edecán resbaló en el húmedo empedrado, pero el comisario PEREYRA logró apresar al fugitivo auxiliado por un subordinado. QUINTANA prosiguió su viaje dando muestras de absoluta tranquilidad.

El agresor fue identificado como SALVADOR ENRIQUE PLANAS Y VIRELLAS, español de veintitrés años, empleado en una imprenta de la Capital. Declaró haber procedido por propia iniciativa, ser anarquista, y haber pretendido dar muerte al presidente para lograr un cambio total en la conducción política. Para ello usó un revólver calibre 38, de cinco tiros, cuyos proyectiles se encontraban en mal estado.

Se instruyó sumario por tentativa de homicidio en la persona del primer magistrado; PLANAS Y VIRELLAS confirmó sus declaraciones ante el doctor SERVANDO E. GALLEGOS, juez de instrucción que actuó en el caso. Trece años de prisión le fueron asignados, lapso que fue reducido por la Cámara a diez.

Recluido en la hoy ya demolida Penitenciaría Nacional,  PLANAS Y VIRELIAS emprendió tareas de auxiliar de tipógrafo en los talleres de imprenta del establecimiento. No pasó mucho tiempo sin que los diarios se ocuparan nuevamente de este singular personaje.

El 6 de enero de 1911, juntamente con otros doce presidiarios, fugó por un túnel practicado bajo los jardines que rodeaban al edificio. Nada se supo del autor de este primer atentado anarquista en la persona del primer magistrado. El de PLANAS Y VIRELLAS fue el tercer atentado sin éxito contra la vida de un presidente argentino. El primero se consumó contra Sarmiento en 1873 y el segundo contra el general Roca en 1886 (ver Atentados contra hombres públicos en el pasado argentino).

A continuación un texto extraído de una nota de Eduardo V. Canaletti para el diario Clarín de Buenos Aires.
Su oficio era tipógrafo, pero sus manos se habían acostumbrado a sostener revólveres y granadas. Llovía y le pareció que el frío de agosto era más intenso ese sábado.

Estaba mojado de pies a cabeza y desde la visera del gorro caía más agua que desde el cielo. A cada rato se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de la mano. Sus ojos apagados se perdían en su cara redonda. Ya se sabía al dedillo el recorrido que haría su víctima. Lo había repasado él mismo decenas de veces.

Sabía perfectamente los horarios y las costumbres de quien iba a matar. Había pasado madrugadas heladas esperando que saliera de su casa, refugiado en la oscura entrada de algún zaguán vecino, siempre con su sobretodo negro, descascarando con su navaja un pedazo de queso, que acompañaba con algo de pan duro. Hasta que decidió la oportunidad justa para meterle un balazo. Iba a matar al presidente de la República Argentina.

Al final sería a la tarde, cuando la víctima saliera otra vez para su trabajo. ¡No había casi nadie en la calle un sábado a la tarde! Lo esperaría en algún recoveco de la Plaza San Martín.

Ese 12 de agosto lo haría. Los jóvenes morirán por la espada, repetía mecánicamente, acaso sin advertir que la cita bíblica quedaba desencajada en boca de un anarquista. La lluvia seguía el 12 de agosto de 1905. ¡Qué va. Que en mi pueblo he soportado peores chubascos!, pensaba SALVADOR ENRIQUE JOSÉ PLANAS Y VIRELLAS, catalán de 23 años, mientras de vez en cuando ponía su mano derecha en el bolsillo del abrigo para palpar la Smith & Wesson calibre 38, fabricada en 1871. Confiaba en su arma y en sus ideas anarquistas y eso era todo lo que necesitaba.

A las 14 con 19 minutos el presidente de la Argentina, MANUEL QUINTANA, salió de su casa en la calle De las Artes 1245. Ahora esa calle se llama Carlos Pellegrini.

Se subió tranquilo a un coche tirado por caballos y conducido por el policía ANTONIO MAZATO. Lo acompañaba su edecán, el capitán de fragata JOSÉ DONATO ÁLVAREZ. Atrás del coche iba el comisario FELIPE PEREYRA, jefe de la División Investigaciones y Pesquisas, y otro policía más.

El clima social y político era pesado por esos años. Quintana y su vicepresidente JOSÉ FIGUEROA ALCORTA había asumido el 12 de octubre de 1904. No hacía un año que estaba en el poder cuando Salvador lo acechaba para matarlo. Pero antes del episodio del anarquista, Quintana había esquivado un golpe del que participaron o adhi­rieron civiles y militares inspirado por HIPÓLITO YRIGOYEN, en febrero de 1905. El anarquismo era una filosofía que se difundió en la Argentina por obra de los inmigrantes europeos.

La primera asociación obrera importante, la F.O.A. (Federación Obrera Argentina) fue constituida por anarquistas, y fue la que impulsó las primeras huelgas revolucionarias motivadas por las condiciones de servidumbre que imponía a los trabajadores la oligarquía dominante.

En 1904 cambió su nombre por F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina). Desde su domicilio en la calle De las Artes 1245 (hoy Carlos  Pellegrini), el coche de Quintana fue en dirección al bajo para tomar directamente hacia la Casa de Gobierno. Llegó a la Plaza San Martín. Ese era el momento.

El carruaje pasó cerca y Salvador lo dejó pasar. Apretó todavía más la Smith & Wesson y salió corriendo de su refugio en la puerta de una casa. Alcanzó a ver a Quintana en una ventanilla. Estaba cerca y levantó el brazo.

Disparó una vez, pero no hubo disparo. Por un instante se quedó paralizado, maldiciendo para sus adentros. Corrió un poco más y llegó a ponerse a un metro y medio de la ventanilla, que seguía mostrando la cara del presidente, azorado. Se miraron a los ojos. Salvador volvió a alargar el brazo y apuntó.

Quintana, ya muy asustado se movió, pero para adelante, es decir para ponerse más a tiro aún. El tipógrafo apretó nuevamente el gatillo. Sería que la Smith & Wesson era muy vieja. No hubo disparo tampoco. El presidente seguía paralizado en el mismo lugar, como un retrato, parecido a ese que pasaría a la posteridad. Fue un instante.

Salvador mantenía su carrera, subió unos centímetros el brazo y apretó el gatillo por tercera vez. Esa Smith & Wesson definitivamente no servía. Basta. Ya era suficiente.

Los jóvenes morirán por la espada, se repetía Salvador mientras se daba vuelta y corría para cruzar la Plaza San Martín. Donato Álvarez bajó del carruaje y quiso correrlo. Dio apenas unos pasos, resbaló y cayó. Pero el comisario Pereyra había visto todo y reaccionó antes.

El cochero de Quintana azuzó a los caballos que se dispararon a toda velocidad. Pereyra casi lo tenía a Salvador al alcance de sus manos. No era muy rápido el español. Las manos del comisario finalmente lo agarraron de un brazo y luego de los hombros. Cayeron en la plaza. Llegó otro policía y ya no hubo salida para el catalán. Pereyra le encontró otras cinco balas en uno de los bolsillos del sobretodo.

El tercer atentado fallido contra un presidente, después del de 1873 contra Sarmiento y el de 1886 contra Roca, había fallado como los anteriores. . El chofer MAZATO estaba muerto de miedo. Escapó de la zona de la plaza por la calle Florida, llena de barro por la lluvia. Iba tan rápido y estaba tan nervioso que perdió el control de los caballos y el coche volcó.

Quintana a duras penas pudo salir. Se había salvado otra vez de sufrir alguna herida. No había nadie por los alrededores y esperó que pasara algún carruaje que lo llevara hasta su destino. Así llegó por fin a la Casa de Gobierno, solo. Lo primero que hizo Quintana fue llamar a sus asistentes. «¿Saben? ¡Me quisieron matar!…Hace un tiempo me hablaron de que había planes para atentar contra mi vida. Y les dije que no tengo miedo». Habló rápido y todavía muy nervioso, con su vestimenta desacomodada.

Casi al mismo tiempo era interrogado Salvador. «Sí, soy anarquista… No, no, fui yo solo. No hay otros». Nadie le creyó. Pero la Policía jamás descubrió que del complot hubiesen participado más personas. En cambio hubo arrestos de anarquistas o de simpatizantes de esa idea o, incluso, de obreros que eran culpables de saber leer y escribir.

«Quería matar a Quintana porque es el responsable de todos los males que está sufriendo la clase obrera». Salvador estaba convencido, según confesó, que si hubiera asesinado al presidente, quien lo reemplazara iba a atender los reclamos de los trabajadores y evitaría que «los niños mueran de hambre y sin atención médica».

La condena que le impusieron fue a doce años de prisión. Salvador entró en la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras y cambió su identidad por un número. Era el 610, pues durante muchos años el reglamento de la cárcel impedía identificar a los presos con su nombre y apellido. Por su oficio lo asignaron a la imprenta del penal. Debía salir en libertad en 1917.

Salvador seguía en prisión cuando en 1906 murió el presidente Quintana por una enfermedad. Lo sucedió su vicepresidente Figueroa Alcorta. Al tiempo, la desilusión del catalán se hizo patente: nada había cambiado desde su punto de vista.

En su interior, la Penitenciaría estaba rodeada de jardines y huertas que atendían los propios prisioneros. Por eso en la jerga popular la llamaban «La Quinta».

En uno de esos jardines, bien disimulado por unos canteros y arreglos de hermosas violetas, los de la Sección Jardinería cavaron un túnel de apenas tres metros de largo que pasaba por debajo del murallón.

El 6 de enero de 1911, día de Reyes, Salvador Enrique José Planas y Virellas y otros doce reclusos se escaparon por allí. Las autoridades sospecharon de inmediato que entre los evadidos estaba también el anarquista Simón Radowitzky, quien había matado al coronel RAMÓN L. FALCÓN, primer jefe de Policía, pero el dato no era bueno. Radowitzky dijo después que prefirió quedarse porque pensó que el escape era en realidad una trampa para matarlo. Estaba equivocado.

Se cree que Salvador, ayudado por amigos anarquistas, cruzó a Montevideo. La Policía argentina le perdió la pista definitivamente y nunca más se supo de él.

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